jueves, 30 de julio de 2009

Jornadas de Homenaje a Francesco Petrarca

Los siguientes textos son las conferencias presentadas en la facultad de Filosofía y Letras en mayo de 2005 en el marco del Homenaje a Petrarca, organizado por la Cátedra Libre "Giacomo Leopardi", la Cáterdra de Literatura Italiana y el SEUBE.

sábado, 28 de enero de 2006

Andrea Calabró

El Secretum y el espacio autobiográfico

La teoría de la autobiografía se encuentra plagada por una serie recurrente de interrogantes. Tales teorías se ven constantemente obstaculizadas por una cadena de problemas que le son inherentes. El concepto de género designa no solo una función estética sino también una función histórica y lo que está en juego no solo es la distancia que protege al autor autobiográfico de su experiencia sino también la posible convergencia de estética e historia.
Georges Gusdorf explicita en su artículo “Condiciones y límites de la autobiografía” que la autobiografía se nos presenta como un género literario firmemente establecido, cuya historia se presenta jalonada de una serie de obras maestras que van desde las “Confesiones” de San Agustín, pasando también por las “Confesiones “ de Rousseau hasta “Poesía y Verdad” de Goethe.
Muchos han sido entonces los que han consagrado el ocio de su vejez a la redacción de “ recuerdos” o “memorias” que han encontrado, encuentra y seguirán encontrando constantemente un público de lectores atentos.
Francesco Petrarca –Arezzo 1304,Arquiá 1374- se nos configura entonces como claro exponente del género, de este género donde la historia quiere ser memoria de una humanidad que marcha hacia destinos imprevisibles y que lucha contra la descomposición de las formas y de los seres.
El título completo de la obra que en este trabajo nos ocupa según el códice Laurenziano es “De Secreto conflictu curarum mearum”,- El secreto conflicto de mis preocupaciones” la que ha llegado hasta nosotros como “Secretum meum” o simplemente como “Secretum”.
Su elaboración fue compleja y complejo también fue establecer la fecha de su nacimiento. El manuscrito de la biblioteca Laurenziana nos proporciona una información fundamental: en una apostilla, el mismo Petrarca consigna las fechas de 1353,149 y 1347 – en este mismo orden-. Tal indicación entre otros indicios han permitido concluir que el “Secretum” fue compuesto originalmente en 1347, reescrito en 1349 , alcanzando en 1353 la versión definitiva que ha llegado hasta nuestros días. Debemos tener en cuenta aquí la peculiar forma de elaboración de los textos petrarquistas Dejó inacabados muchos de sus escritos y no porque como le ocurriera a Dante, en un determinado momento la idea de otro trabajo más importe se los hubiera hecho interrumpir, sino por que él, salvo en raras ocasiones, trabajó toda su vida en las mismas obras, tal como señala Giuseppe Petronio: “concibiendo planes grandiosos, haciéndolos avanzar un poco, interrumpiéndolos y volviendo otra vez sobre ellos”
El Secretum no es el testimonio directo de “ una crisis espiritual” tal como ha sugerido gran parte de la crítica romántica, quien ha tomado como fecha de elaboración de la obra la de 1342 o 1343 , fecha ficticia en la que el mismo Petrarca ubica su encuentro imaginario con San Agustín. El Secretum es mucho más que el relato de una crisis, es una profunda reflexión teórica y artística sobre el itinerario petrarquesco, una verdadera autobiografía entre los cuarenta y los cincuenta años de su autor.
En cuanto a la forma el Secretum se nos presenta a modo de diálogo entre el propio autor y San Agustín en presencia de la figura alegórica de “la verdad” quien preside silenciosa la escena, compuesto por tres libro, correspondiendo cada uno a un día de conversación. Del texto mismo se desprende el porqué de la elección de San Agustín como su interlocutor pero tal elección resulta clara si se piensa en aquella otra autobiografía, las “confesiones” del propio santo, una obra de profundo análisis psicológico y también si tenemos en cuenta el hecho de que fue precisamente el descubrimiento de San Agustín, un amigo suyo Dionigi da Borgo San Sepolcro, fraile y teólogo agostino, se lo había regalado hacia 1337, quien ha encaminado a Petrarca hacia una cultura y un arte centrados en la introspección. El libro impresionó tanto al poeta que , a partir de su lectura, se interesó por la de los autores cristianos tanto como venía interesándose por la de los paganos; es más aquella lectura despertó en él un deseo de perfección cristiana que, lejos de todo ascetismo, luchó siempre por alcanzar.
El Secretum se configura entonces dentro de la obra petrarquesca como el texto reflexivo más explícito sobre la presencia de San Agustín en la vida de Petrarca. Se trata de una introspección, de un diálogo interior lleno de lucidez, y no en pocas ocasiones de honda crudeza, diálogo entre Francesco, Petrarca héroe de su propia historia, y Agustín que no es tanto el propio San Agustín como Petrarca en tanto que autocrítico, el moralista que intenta persuadir a su alter ego , ambicioso y enfermo, presa constante de la acidia y víctima de una volupta dolendi ( voloptuosidad de afligirse) alarmándose de los fatales efectos de los estados de ánimo que frecuentemente le provocan, pues éste se traduce en una aversión a cuanto ve, oye y entiende.
Leído como autobiografía que intenta dar una imagen real de su trayectoria, en víspera de llegar a los cuarenta años – edad que para Petrarca marcaba la frontera de la vejez- el Secretum también puede leerse en clave ensayo, ensayo de autoanálisis ya que el relato nos ofrece introspecciones de carácter notablemente moderno, el Secretum según va construyendo una personalidad , compone su propia personalidada lo largo de los tres libros, de los tres días de conversación.
Durante el primer encuentro- refiriéndonos al libro I- se nos presenta la voluntad enferma del poeta, que confunde el no “querer” con el no “poder”. Nos encontramos con un Francesco incapaz de conseguir lo que dice desear; dice Francesco: Nunca llegaremos a una conclusión, porque nunca confesaré semejante cosa. Bastante sé – y tú mismo me eres testigo- cuántas veces quise y no pude, cuántas lágrimas derramé y de nada sirvieron.
Podemos entonces advertir aquí, en este primer encuentro, un novelesco dilema entre los imperativos de la razón y las tendencias de la voluntad, en un Petrarca perpetuamente torturado por las vacilaciones. Tal como señala Francisco Rico en su Introducción a las obras morales: “...la sustancia del dilema y su significado profundo consisten más bien en la vieja disputa ideológica entre la moral estoica ( con la exaltación del hombre enteramente dueño de su destino, porque la felicidad no puede residir más que el dominio de sí mismo) y la moral peripatética de Aristóteles ( para quien la razón no siempre consigue vencer las adversidades externas).
Durante el segundo día de conversación entre Francesco y Agustín, Francesco realiza un examen de conciencia, considerando en forma minuciosa , uno por uno , los pecados capitales. También es interesante observar que en el libro segundo gran parte del ataque de Agustín está dirigido contra los hábitos intelectuales de Francesco contra la lectura, porque conduce a la arrogancia, y contra la escritura porque aparte de ser un vínculo de locas ambiciones y promover la búsqueda de la fama, es también por su propia naturaleza inadecuada, ya que las palabras no pueden expresar adecuadamente las realidades que pretenden retratar:

-Francesco: He leído esas obras con no poca atención, tú lo sabes.( refiriéndose a Séneca”Sobre la tranquilidad del alma”)
-Agustin: Entonces no te sirvieron de nada
-Francesco: Al contrario, mientras las leía me sirvieron de mucho, pero en cuanto el libro me resbalaba de las manos se me iba con él todo mi asentimiento.
-Agustín: Muchos suelen leer así: y- execrable monstruosidad- de ahí viene que esas vergonzosas greyes de “letrados” anden extraviados de un lado a otro y el arte de vivir, aunque muy debatido en las escuelas, rara vez cristalice en obras. Ahora bien, si acotas con notas ceñidas los pasajes oportunos, sacarás fruto de la lectura.

Es el tercer encuentro el que nos revela las dos cadenas que sujetan a Francesco: el amor por Laura y la pasión por la gloria. Agustín, buen consejero y duro censor, trata de demostrar a su interlocutor que se trata de pasiones demasiado humanas, que lo alejan de la verdad y de la vida recta y cristiana. El poeta pone en boca de Agustín severas acusaciones contra el amor por Laura, según las cuales esta pasión ha perjudicado, a su ánimo, a su cuerpo y a su fortuna y se transforma en el motivo de un sufrimiento inútil que , además , lo ha convertido en “ fábula de las gentes”. Pero debemos tener aquí presente que la mayor parte de la discusión relativa a Laura no debe ser entendida en relación tanto a la mujer de carne y hueso como a la dama del Canzoniere . El auténtico tema de este libro tercero dedicado a Laura son los supuestos de la doctrina erótica del Conzoniere: la doctrina de los trovadores provenzales y del dolce stil novo. Recordemos que una evolución constante se ha notado en los poemas de Petrarca. Partió de una concepción del arte y de una técnica completamente ligara al dolce stil novo , pero ya convertido en pura fórmula; pasó luego por una fase de clasicismo exterior, fruto de sus lecturas clásicas en los años inmediatamente anteriores a 1336; inclinándose finalmente – por influjo de aquellas lecturas, vistas ya no de manera receptiva o pasiva, y por la enseñanza de San Agustín- hacia una poesía completamente interior, que es su auténtico arte.
Hemos señalado precedentemente que la otra de las cadenas que oprime a Francesco, aquella que no le permite pensar ni en la vida ni en la muerte, es la pasión por la gloria, acusa Agustín en la segunda parte del libro tercero:

-Agustin: La gloria entre los hombres y la inmortalidad de tu nombre las deseas más de lo debido. Confesando el propio Petrarca que “ es apetito que no puedo frenar con remedio alguno”.

Por supuesto que el Secretum es mucho más que una serie de reproches y aceptaciones, es más que un repertorio de consejos y réplicas, es finalmente para su autor, mejor dicho para Francesco, interlocutor de Agustín, el remedio absoluto, la cura última, aquella tan ansiada que desde las primeras páginas se traduce en la meditación sobre la muerte y la consideración de la miseria humana, también en ser filósofo, en el sentido más pleno como única forma de relegar las pueriles ineptias, y para nosotros lectores contemporáneos el Secretum es un verdadero manifiesto, el testamento intelectual de una época que tal vez nos ayude a comprender mejor nuestro presente.

Leonardo Funes

Primeros ecos de Petrarca en Castilla: Enrique de Villena y el Marqués de Santillana

Los estudios sobre el influjo de Petrarca en las letras hispánicas del período bajomedieval han estado forzosamente ligados a las discusiones sobre las características (y aún sobre la existencia misma) de un humanismo en territorio ibérico –y especialmente en Castilla- antes del siglo XVI. Hay una postura afirmativa cuyo principal sostenedor ha sido Ottavio Di Camillo, autor de El humanismo castellano del siglo XV, una postura negativa, formulada principalmente por Francisco Rico en su libro Nebrija contra los bárbaros, y posturas intermedias como las de Peter Russell en su artículo “Las armas contra las letras: para una definición del humanismo español del siglo XV”(1). Una revisión de los primeros ecos de Petrarca en Castilla, como la que muy brevemente vengo a exponer en esta ocasión, es una vía de entrada a esta problemática y un modo de entender en qué medida existió y no existió un humanismo castellano en el siglo XV y qué condiciones tuvo esa renovación de las letras en comparación con el humanismo italiano.

La comprobación inicial es que los primeros ecos petrarquescos fueron ya ecos tardíos. Los primeros indicios son varias décadas posteriores a la muerte de Petrarca. No hubo pues una repercusión contemporánea. A mediados del siglo XIV parecía no haber tiempo para intereses culturales en una España que prolongaba la crisis general europea y los estragos de la Peste Negra con los horrores de la guerra: guerra civil en Castilla entre Pedro el Cruel y Enrique de Trastámara, ayudados uno y otro por ingleses y franceses, que continuaban en tierra española la Guerra de los Cien Años; guerras entre Castilla, Aragón y Portugal que se extenderán hasta finales del siglo. En ese contexto, las letras peninsulares recibieron un fuerte influjo de sus vecinos más próximos: franceses y provenzales. De allí provenían los modelos de la lírica, de la poesía didáctico-narrativa y del relato caballeresco en prosa, modelos puramente medievales.
Pero desde la época de don Enrique de Villena, la literatura en lengua castellana se volvió hacia Italia en busca de sus modelos, luego de su primer encuentro con los grandes creadores del Trescientos: Dante, Petrarca y Boccaccio.
Del matrimonio de Juana de Castilla, hija bastarda de Enrique II, y de Pedro de Villena, hijo del Condestable de Castilla y Marqués de Villena don Alfonso de Aragón, nació don Enrique entre 1382 y 1384. Nieto del rey de Castilla y biznieto del rey de Aragón, pertenecía a la más elevada aristocracia; pero los cambios políticos que se dieron en Castilla en tiempos de Enrique III y en la minoría de Juan II lo desplazaron del primer plano en la corte castellana (2).
Tuvo una educación esmerada y su contacto con la corte barcelonesa de Martín el Humano le permitió familiarizarse con las modas literarias del ámbito catalán y adquirir el aprecio de los autores clásicos. Enrique de Villena fue asiduo cliente de los libreros florentinos y uno de los primeros en llevar adelante una de las tendencias humanísticas alentadas por Petrarca: el coleccionismo de códices de autores clásicos, lo que le permitió formar una biblioteca mediana en términos italianos pero muy importante en términos castellanos. Su dedicación a las letras fue mucho más allá de lo que se toleraba en un miembro de la alta nobleza y éste fue otro de los motivos de su mala estrella política, que acabaría reduciéndolo a un menos que mediano pasar.
Frente al desprecio de los grandes y la sospecha de los clérigos, gozó en cambio de la admiración de los poetas y literatos de su tiempo, como es especialmente visible en el Marqués de Santillana y en Juan de Mena.
Villena murió en 1434, arruinado y socialmente desprestigiado. Su fama póstuma de mago y hombre oscuro acabó reduciendo al terreno de lo anecdótico o de lo pintoresco la personalidad de quien fuera un intelectual pionero del primer tercio del siglo XIV.
Desde 1427 hasta su muerte, Villena estuvo empeñado en la traducción y glosa de algunos textos clásicos, como la Rhetorica ad Herennium, fragmentos de Tito Livio o la Eneida, y también de autores italianos como Dante y, por supuesto, Petrarca. Sólo conservamos una parte de esta labor: la traducción de los doce libros de la Eneida y las glosas a los tres primeros, la traducción de la Divina Comedia y de un soneto de Petrarca con comentario.
En esos tiempos, otros intelectuales estaban abocados también a esta tarea traductora, como Alonso de Cartagena y los que trabajaban al servicio del Marqués de Santillana y del rey Juan II. Pero mientras que éstos se interesan por obras históricas y filosóficas (Séneca, Tito Livio, Vegecio, el Boccaccio histórico o el Petrarca polemista o moral), Villena escoge textos poéticos o manuales de retórica. Su orientación literaria es dominante, aunque también aproveche esas obras para indagar cuestiones científicas y filosóficas.
En el Ms. 10486 de la Biblioteca Nacional de Madrid, que contiene la traducción de la Commedia dedicada a Santillana, se encuentra, en los folios 196 a 199, una copia, traducción y glosa del soneto 148. Aparece encabezado por este epígrafe:

Soneto que fizo Micer Francisco por el grand desseo que avía de obtener la poesía, afirmando que otro deleite o bien temporal no lo podrían tanto contentar la sitibunda voluntad suya, e fabla de amor de amor metafóricamente.

Su traducción es la siguiente:

Non ha assi en Po ciertos, Arno, Adigo o Tébero
Eufrate, Tigri, Nilo, Hermo, Indo e Gange,
Tamay, Istro, Alfeo, Garona, el mar que quebranta,
Ródano, Híbero, Rassena, Albia, Eva, Hebro;

non odra, habete, más Fagio o Girebro,
podría el fuego amansar que el corazón triste aqueja,
quanto un fermoso río, que a todas cosas agora conmigo se queja
con los árboles que rimos guarnesce e celebro:

éste un sucurso fallo entre los otros asaltos
d’Amor, donde conviene que armado viva
la vida que traspassa así grandes saltos.

Así crezca el fermoso laurel en fresca ribera
e allí el llanto pensamientos alegres e altos
en la dulce sombra al son del agua escriba.

Edición preparada por Pedro Cátedra: Enrique de Villena, Obras completas, Madrid, Turner, 1994, vol. I.

En la exposición que sigue, Villena aporta primero el contexto en que Petrarca compuso este soneto:

Estavan muchos departiendo cavalleros e gentiles omnes en la cámara del rey Roberto, diziendo cada uno lo que más deseaba de las felicidades temporales. Unos nombraban riquezas, otros honras, otros victorias de enemigos, otros cumplimiento de amores, e así cada uno según sus apetitos y afecciones. E llamaron ende a micer Francisco, rogándoles que declarase su deseo. E aquel apartóse e fizo el soneto ya dicho, e tuviéronlo por bien fecho e loaron su propósito e afección poetal virtuosa. Mostráronlo al rey dicho e con plazer que del tuvo, mandólo escrevir en el registro de sus obras.

Sigue a esto una valiosa descripción del funcionamiento de la metáfora, considerada como el medio idóneo para revelar las verdades contenidas en un texto. Así lo manifiesta en el comienzo:

Queriendo micer Francisco significar cuánto deseaba obtener la poesía y ser en aquella laureado, faze una metáfora en este soneto, diziendo que ha grand sed, la cual no podria ser amansada con el agua de todos los ríos del mundo, y nombra los principales dellos, sinon con el agua de uno muy fermoso, a quien no pone nombre, pero descríbelo diziendo tiene frescas riberas, donde nace el fermoso laurel, el cual el celebra con quien sus rimos compone, afectando estar en reposo bajo su dulce sombra, donde tranquilamente pudiesse escrevir sus quejas y sus fermosos e altos pensamientos al son melodioso de la sonorante agua.

Aparte de la hermandad de imágenes, de esa admiración por la soledad como recinto creador, el comentario ilustra la manera en que Villena despliega la interpretación de un texto, desmenuzando el sentido literal como apoyo ineludible del sentido metafórico.
¿Pero por qué precisamente este soneto de todo el cancionero petrarquesco?
Para responder esta pregunta, Francisco Rico ofrece una pista: hacia 1335 Petrarca rescató una miscelánea de autores latinos poco comunes preparada por Rusticio Elpidio Domnulo, en la Ravena del siglo VI; los dos textos principales allí incluidos son el De fluminibus de Vivio Sequestre y la Chorographia de Pomponio Mela. El códice está profusamente anotado por Petrarca, señal de un uso intenso, lo que viene a confirmar la costumbre de los primeros humanistas de servirse de textos geográficos antiguos para mejor interpretar a los clásicos. Ya en la segunda mitad del siglo XIV, algunos italianos escribieron tratados geográficos al servicio de los estudios retóricos (como el De montibus de Boccaccio).
Esa tendencia de los humanistas, continuada por Coluccio Salutati y la traducción de Crisoloras y Angeli de la Geografía de Ptolomeo, e la que motiva a Villena a traducir y glosar este soneto de Petrarca. Su trabajo no nace, pues, de ningún interés particular por la lírica vulgar, sino del gusto por estos “nombres de ríos conoscidos de muchos”. Lo importante era convertir el poema en un De fluminibus que sirviera para entender mejor ciertos lugares de la Eneida. Como parte de ese anhelo humanista inspirado en Petrarca, lo que se buscaba era estimular en los lectores de poesía una exigencia de historicismo. Y si resultaba imposible asignar una fecha exacta a los eventos narrados en la poesía épica clásica (como la Odisea o la Eneida), al menos era posible ubicarlos en un lugar.
Así es como aparte de los fragmentos ya citados sobre cuestiones históricas y específicamente poéticas, el resto del comentario se refiere exclusivamente a cuestiones geográficas:

En el verso primero nombra cuatro ríos corrientes por Italia. El primero, el Po, que nasce en los Alpes que son entre Alemaña e Lombardía e éntrase en la mar de Venecia. [...] El río de Eufrates e el río de Tigris nascen de una mesma fuente en los montes de Armenia. E después que han corrido luenga tierra, júntanse en uno. E un río fecho, entran en el mar Pérsico, segund la descripción de Felipe Elefante. E Alberto Magno dize en un libro De natura loci que Éufrates nasce en India e va contra Siria e entrase en el mar Océano oriental deyuso de la isla Cherón.
El Nilo, maguer que muchos han dudado de su nacimiento, según Macrobio y Lucano, fállase, segundo Ambrosio en el libro que es dicho Imago Mundi, que este río es aquel que la Santa Escritura llama Geón e vulgarmente es dicho Nilo.
[...] E así son veinte e dos ríos, en los nombres de los cuales se mostró el Petrarca que avía leído muchos e diversos cosmógrafos e avía en prompto la recordación dellos.

Por este comentario se pone en evidencia que la curiosidad de Villena por la geografía se benefició del humanismo petrarquesco, pero no llegó a comprender en qué consistía la peculiaridad de la contribución humanista reciente o no pudo armonizarla con las fuentes medievales de que se nutre sustancialmente. Hemos visto cómo sus referencias son un Imago Mundi atribuido a San Ambrosio (probable error por San Anselmo) o el De natura locorum de San Alberto Magno o la compilación del cosmógrafo francés Felipe Elefante, autoridades puramente medievales.
Aquí se pone en evidencia el drama del humanismo castellano del siglo XV: no tuvo los instrumentos de exégesis adecuados ni la formación necesaria para aprovechar los frutos del humanismo italiano.
Por la senda marcada por Villena profundizó en esa misma época la recepción de Petrarca don Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana. Éste, que había pasado algunos años de su formación en Aragón, donde estuvo en contacto con los poetas catalanes, fue profundamente influido por Enrique de Villena y por Francisco Imperial, poeta nacido en Nápoles y establecido en Sevilla, admirador también de Petrarca y el primero que intentó aclimatar el endecasílabo en la lengua poética castellana.
La admiración y veneración de Santillana hacia los grandes modelos Dante y Petrarca se pone en evidencia en la elección misma del título de algunas de sus obras. Así, a su poema narrativo sobre la batalla naval de Ponza, que adscribe al género de la Commedia, cuyos procedimientos alegóricos imita, le dará el nombre de Comedieta de Ponza. A su poema alegórico sobre el amor, inspirado en uno de los Trionfi de Petrarca le dará el nombre de Triunfete de amor. En ambos casos, el diminutivo quiere enfatizar la distancia entre la grandeza del modelo y la modestia de la imitación.
En el Prohemio e carta a don Pedro, Condestable de Portugal, que encabeza una compilación de sus obras y que constituye el primer texto de crítica literaria en lengua castellana, Santillana pone en claro su aprecio por los poetas italianos en general:

Los ytálicos prefiero yo [...] a los franceses. [...] Ponen sones asimismo a las sus obras e cántanlas por dulces e diversas maneras; e tanto han familiar [...] la música que paresce que entre ellos hayan nascido aquellos grandes filósofos Orfeo, Pitágoras e Empédocles.
(Edición de Ángel Gómez Moreno y Maxim Kerkhof: Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, Obras completas, Barcelona, Planeta, 1988, pp. 446-447)

Y también su admiración particular por Petrarca:

El Rey Roberto de Nápol [...] tanto esta ciencia le plugo que como en esta misma sazón micer Francisco Petrarca, poeta laureado, floreciese, gran tiempo lo tuvo consigo en Castel Novo de Nápol. [...] E allí se dize él aver fecho muchas de sus obras, así latinas como vulgares, e entre las otras [...] sus églogas e muchos sonetos [...]. (Ibid. p. 443)

La atracción de Santillana por la forma soneto, inusitada en España, se pone de manifiesto en otro texto de crítica literaria, la Carta a doña Violante de Prades que suele tomarse como prólogo de la Comedieta de Ponza. Allí dice:

Enbíovos (la Comedieta) e asimesmo los cien Proverbios míos e algunos otros sonetos que agora nuevamente he comenzado a fazer al itálico modo. E esta arte falló primero en Italia Guido Cavalgante, e después usaron della Checo d’Ascoli e Dante, e mucho más que todos Francisco Petrarca, poeta laureado. (p. 437)

En efecto, el Marqués de Santillana fue el primer poeta español que escribió sonetos “al itálico modo” –según declara-. Se trata de un conjunto de 42 poemas compuestos entre los años 1438 y 1454. Más de la mitad son de tema amoroso, el resto se divide entre los de tema histórico-político y los de tema religioso-moral.
Las composiciones están plagadas de reminiscencias petrarquescas (y recordemos que en su biblioteca, Santillana tenía la traducción y comentario de Villena al soneto 148 y también un códice de los Sonetti e canzone in morte de Madonna Laura). Sin embargo, la lectura de esos poemas muestra las dificultades con que tropezó el Marqués para trabajar con unas formas métricas ajenas por completo a la tradición de la lírica castellana. La crítica coincide en señalar que Santillana no logró su propósito de aclimatar el endecasílabo italiano por el lastre que suponía el típico verso de arte mayor castellano. La falta de habilidad en la elaboración del soneto se pone igualmente de relieve en la frecuencia con que dos estrofas se encabalgan, lo que perjudica, según Rafael Lapesa, la autonomía de cada estrofa o la organización entera del soneto.
En suma, los sonetos del Marqués son el primer intento de trasplantar el soneto italiano en la literatura española, un intento logrado sólo a medias debido, otra vez, al peso de los modelos medievales (en este caso, modelos poéticos). Sin embargo, a pesar de los defectos, en ninguno de los sonetos deja de percibirse la huella de un gran poeta. Y de modo especial en el soneto 19, que pasó a integrar toda antología de la poesía española hasta el siglo XX:

Lejos de vos y cerca de cuidado
pobre de gozo y rico de tristeza,
fallido de reposo y abastado
de mortal pena, congoja y graveza.

Desnudo de esperanza y abrigado
de inmensa cuita, e visto aspereza.
La vida me huye, mal mi grado,
y muerte me persigue sin pereza.

Ni son bastantes a satisfazer
la sed ardiente de mi gran deseo
Tajo al presente, ni me socorrer

la enferma Guadiana, ni lo creo;
sólo Guadalquivir tiene el poder
de me guarir, y sólo aquél deseo.

(Maxim Kerkhof y Dirk Tuin, eds., Los sonetos “al itálico modo” de Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, Madison, The Hispanic Seminary of Medieval Studies, 1985, p. 81; el texto modernizado me pertenece).

Tres claros ecos de Petrarca surgen a simple lectura, la forma soneto, obviamente, el primero. El gusto por la figura retórica de la antítesis, tan admirada en Petrarca por sus seguidores castellanos, el segundo. Y en tercer lugar, el enlace que hoy podríamos llamar “intertextual” con la metáfora de los ríos presente en el soneto petrarquesco glosado por Villena. La geografía se vuelve así la señal de identidad de estos poetas, aunados por el anhelo humanista, parados en el terreno común de las formas poéticas. Ni todos los ríos del mundo alcanzan para apagar la sed de amor y la sed de poesía.

1. Además de los estudios ya mencionados: Ottavio Di Camillo, El humanismo castellano del siglo XV, Valencia, Fernando Torres, 1976; Francisco Rico, Nebrija frente a los bárbaros, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1978 y Peter E. Russsell, “Las armas contra las letras: para una definición del humanismo español del siglo XV”, en su Temas de La Celestina y otros estudios, Barcelona, Ariel, 1978, pp. 207-239, he tenido en cuenta los trabajos de Francisco Rico, El sueño del humanismo. De Petrarca a Erasmo, Madrid, Cátedra, 1993 y “El nuevo mundo de Nebrija y Colón: notas sobre la geografía humanística en España y el contexto intelectual del descubrimiento de América”, en Víctor García de la Concha, ed., Nebrija y la introducción del Renacimiento en España, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1983, pp. 157-185.

2.Aprovecho en lo que sigue las páginas que Ángel Gómez Moreno (España y la Italia de los humanistas (Primeros ecos), Madrid, Gredos, 1994) y Fernando Gómez Redondo (Artes poéticas medievales, Madrid, Arcadia de las letras, 2000) le dedican a don Enrique de Villena.

Marco Santagata

Petrarca y el descubrimiento de la subjetividad
En la actualidad no es una novedad hablar de Petrarca. En el 2004 se ha cumplido el centenario. Los homenajes continúan todavía. Petrarca ha sido llevado hacia diversos países del mundo, y a lo largo de las numerosas reuniones, seminarios y conferencias que se desarrollaron ha habido un hilo conductor que podemos llamar la “modernidad” de Petrarca.
Se puede definir como hilo conductor la “modernidad” de Petrarca, a causa de que un poeta medieval, un poeta que ha escrito en el siglo XIV, todavía habla para los lectores contemporáneos. También yo, esta tarde quisiera decir alguna cosa acerca de este tema, y no pretendo agotar el argumento, sino tocar algunos puntos que pueden ayudar a entender por qué nosotros todavía hoy leemos Petrarca; no por motivos de estudio, sino porque su poesía aún tiene algo para decirnos.
En general, cuando se insiste sobre la modernidad de un poeta de épocas pasadas, se tiende a caer en forzamientos, a proyectar sobre el texto antiguo modos de ver la realidad que son nuestros, que nos pertenecen. Esto es necesario evitarlo. Y yo creo que si nosotros somos capaces de evitar este tipo de operaciones de lectura, este tipo de movimientos, en definitiva le estamos haciendo un gran favor a Petrarca. Digo esto porque estoy convencido de que las razones por las que podemos considerar que su obra todavía nos pertenece y nos interpela, coinciden con aquellas que hacían del texto de Petrarca en el Trescientos una novedad revolucionaria.
Para medir el carácter novedoso de la escritura de Petrarca en su tiempo, debemos tomar como parámetro de comparación la tradición lírica amorosa precedente; aquella tradición que, generalizando, podemos llamar poesía cortés. Y siempre generalizando y simplificando, podemos decir que aquella tradición que desde la Provenza del Siglo XII se había extendido hacia gran parte de Europa, y no sólo en las literaturas de lenguas romance, tenía como su característica principal el hecho de que concebía y practicaba la poesía como acontecimiento social: la lírica amorosa era antes que nada un producto para consumir en público a través de un ejecución, de una performance, de la recitación y del canto. Pero no solamente eso: aquella lírica estaba íntimamente estructurada como producto social, socializable, porque presuponía o requería un “tu” o un “vosotros” a quien dirigía el discurso. Era una poesía dialógica, naturalmente dialógica. Entiendo por “dialógico” algo que denota una apertura a aquello que está por fuera del texto, apertura a la crónica, a los accidentes de la vida cotidiana, a los rituales de la vida mundana, de la vida de relación. Esta lírica, de acentuada dialogicidad, penetró en todos los estratos de las élites nobiliarias de ese entonces, hasta el punto de haberse constituido como uno de los vehículos principales de la toma de conciencia de sí misma de la nobleza feudal y por los cuales ha inventado un código nobiliario. En este sentido, la lírica ha tenido una importancia enorme.
Y bien, decía que para medir la novedad tomamos este parámetro porque la poesía de Petrarca rompe con la dimensión social: está aislada, es solitaria, no busca el diálogo con los lectores, escapa de la crónica, de los eventos externos, se cierra esencialmente dentro de la relación entre el “yo poético” y el objeto de deseo. En este sentido, respecto de la poesía precedente o también respecto de la contemporánea, la poesía de Petrarca es una poesía que corta, que secciona y por lo tanto una poesía que parecería perder en riqueza, en amplitud de mirada. Pero todo aquello que esta poesía pierde en “horizontal”, lo recupera posteriormente en “vertical”, en el sentido de que esta poesía sustituye los territorios de la vida social, de relación con la dimensión interior, con los territorios de la subjetividad. Esta es una verdadera revolución copernicana de Petrarca: si la poesía medieval anterior giraba en torno de la dama, y el sujeto no era otra cosa que el destinatario de los efectos positivos o negativos que provenían de ella, en el centro de la poesía de Petrarca lo que aparece es el yo del poeta. Petrarca no renuncia a apropiarse de los temas tradicionales de la poesía cortés, sino que los traduce a un nuevo lenguaje conceptual. Por ejemplo: es un elemento base de la poesía cortés el tema de la frustración del deseo, o sea, el hecho de que el deseo no pueda ser nunca satisfecho: las damas se niegan, las damas corteses dicen siempre que no. Es una barrera de tipo social. Petrarca transforma este motivo del deseo inapagable en otro similar, pero no equivalente: lo interioriza en el contraste entre la incoercibilidad del deseo que empuja y que no puede ser suprimido y la conciencia de la pecaminosidad del deseo. Es decir, transforma una dialéctica interpersonal, social, en una dialéctica enteramente interior a la conciencia.
Entonces decía, como ustedes ven, que elabora situaciones de la tradición cortés y las traduce a un nuevo lenguaje conceptual. Este lenguaje es específicamente ético y moral. La poesía medieval es una poesía sustancialmente laica y es Petrarca quien le incorpora un componente moral del que hasta ese entonces carecía.
Decía que la poesía de Petrarca está cerrada, que no busca el diálogo con los lectores. Es cierto. Sin embargo busca otro tipo de diálogo: un diálogo con otros textos del mismo autor. La poesía lírica cortés se expresaba en textos singulares, aislados, autosuficientes; los poemas de Petrarca requieren un contexto literario, es decir requieren que el lector conozca ciertas constantes temáticas y psicológicas. Es de tal importancia el contexto literario que el mismo Petrarca ha decidido dotar de un contexto a sus mismas canciones, construyendo por primera vez un cancionero, un libro de poemas. Libro que es importantísimo no sólo para la comprensión de cada uno de los fragmentos, de cada uno de los textos que lo componen, sino porque la lectura del libro puede llegar hasta el límite de modificar el significado de todo un poema, que puede tener un sentido si se la lee por sí mismo, y adquiere un nuevo significado si se lo lee en el contexto del libro.
Ahora, para que estas no sean solo palabras y afirmaciones ex cátedra, y para verificar juntos, yo les propongo la lectura de uno de los sonetos que está entre los más famosos de Petrarca, el soneto CCLXXII del Canzoniere. Propongo la lectura de este texto porque pienso que la lectura nos puede ayudar a entender por una parte cómo se ejecuta la autoanálisis de Petrarca, y por otra cómo el Canzoniere pueda intervenir en la significación de una simple composición.

Permítanme la lectura:

La vita fugge, et non s'arresta una hora,
et la morte vien dietro a gran giornate,
et le cose presenti et le passate
mi dànno guerra, et le future anchora;

e 'l rimembrare et l'aspettar m'accora,
or quinci or quindi, sí che 'n veritate,
se non ch'i' ò di me stesso pietate,
i' sarei già di questi penser' fòra.

Tornami avanti, s'alcun dolce mai
ebbe 'l cor tristo; et poi da l'altra parte
veggio al mio navigar turbati i vènti;

veggio fortuna in porto, et stanco omai
il mio nocchier, et rotte arbore et sarte,
e i lumi bei che mirar soglio, spenti.

Traducción:
La vida huye, y no se frena una hora
y la muerte viene tras grandes jornadas
y las cosas presentes, y las pasadas,
me son hostiles, y las futuras también;

y el recordar, y el esperar me afligen
ahora aquí, ahora allí, tal que en verdad
si no tuviera de mí mismo piedad,
estaría ya de estos pensamientos alejado.

Vuelvo a evocar, alguna alegría que hubiera
tenido tal vez el corazón infausto; y más adelante
preveo en mi navegación los vientos agitados;

veo a Fortuna en puerto, y cansado ya
el guía mío, y rotos el mástil y las velas,
y los bellos ojos, que mirar suelo, apagados
(versión de Mauro Pacucci)


Ubiquémonos en el lugar de un lector que un poco después de la mitad del Trescientos, se enfrenta casualmente con este soneto. Es improbable que este lector no supiese quién era Francesco Petrarca, entre otras cosas porque era el más famoso hombre de letras de Europa en ese período. Por lo cual, es probable que ese lector supiese que Petrarca era un gran estudioso, autor de poemas, de historias, de tratados, de epístolas, de oraciones siempre en latín; y probablemente también supiese que escribía poemas en lengua vulgar, poemas que hablaban del amor por una mujer que había muerto sin que esto haya impedido que él continuase con su canto, y esto no era tan común, no era lo habitual.
Pero si por casualidad, aquel lector no hubiera tenido algún conocimiento de otras poesías de Petrarca, quizás hubiese encontrado ciertas dificultades para entender exactamente el sentido de este texto, de este soneto que le había caído entre manos. Algunos pasajes del sentido literal hubieran podido escapársele, por ejemplo, ¿a quién pertenecen “los bellos ojos”que el poeta acostumbraba admirar, “que suelo mirar”? En italiano antiguo este presente tiene valor de pasado, “que solía mirar”, y ahora están apagados. Porque, ¿de quién son estos ojos? ¿Por qué están apagados? Nosotros sabemos bien que aquellos ojos pertenecen a Laura, y que están apagados porque Laura ha muerto. Este es, sin embargo, el único lugar de todo el soneto donde se aluda a la amada. Digo más, este es el único pasaje de todo el soneto donde, de manera indirecta, se aluda al sentimiento amoroso.
Es talmente reticente con respecto del amor este texto, que uno podría llegar a preguntarse si este poema es un soneto de amor. Aclaro inmediatamente que desde mi punto de vista la respuesta es que sí. Que es también un soneto de amor, pero de todas formas la fundamentación requiere un poco de análisis, no es tan inmediatamente evidente. Decía entonces, en el texto está ausente la amada, los rastros de Laura, faltan sobre todo los rastros de la afectividad, por no decir del deseo, pero en compensación en todo el texto aparece puesto en evidencia el “yo” del poeta. Este “yo” se presenta a continuación afectado por una crisis, tan angustiante e insoportable, que si no tuviera presente el temor por la pena eterna, a la que estaría seguramente destinado, podría estar dispuesto a poner fin a su vida con sus propias manos: “… se non ch'i' ò di me stesso pietate” . Yo siento piedad por mí mismo y quiero ahorrarme los castigos a los que son condenados los suicidas. Si no tuviera piedad de mí mismo pondría fin a esta vida, con mis propias manos.
La tentación del suicidio es un motivo poco frecuente en la poesía anterior a Petrarca, mientras en cambio es un motivo recurrente en el Cancionero petrarquesco. Pero atención, porque esta tentación aparece siempre en relación con Laura, forma parte del discurso amoroso. El poeta puede pensar en suicidarse, para sustraerse al tormento de un amor que no es correspondido, “ma se maggior paura non m’ha frenasse, via corta e spedita fra,… questa pena aspra e dura” ("…pero si mayor miedo no me frenase, vía corta y veloz [habría] entre… esta pena áspera y dura", Poema LXXI) . Por lo tanto, el poeta puede pensar en matarse, para reencontrarse con la amada que ha muerto, "Madonna è morta, et à seco il mio core; /et volendol seguire, /interromper conven..." (Poema CCLXVIII“La Dama ha muerto, y tiene consigo mi corazón, y queriendo seguir mi corazón, conviene interrumpir...”, Poema CCLXVIII)
Como ustedes ven entonces, el motivo de la muerte causada por suicidio, se inscribe dentro de la temática amorosa y el hecho de que se trate de un discurso de amor disminuye la carga destructiva, desde el punto de vista ideológico, del propósito de suicidio. El suicidio no sólo no nace de la imposibilidad de vivir, sino que hasta puede presentarse de una manera paradójica como un modo de seguir viviendo. Pero en nuestro soneto hemos dicho que, al menos a primera vista, no hay trazos de un discurso amoroso; por lo que entonces la pregunta sería: ¿Qué es lo que ha desencadenado una crisis tan profunda como para llegar a meditar el suicidio?
Los primeros versos parecerían darnos rápidamente la respuesta “La vita fugge, et non s’arresta un’hora, / et la morte vien dietro a gran giornate” (“La vida huye, y no se frena una hora, / y la muerte viene tras grandes jornadas"). La labilidad de la vida, el paso del tiempo, el inmiscuirse de la muerte, en suma, el miedo a la muerte y al anulamiento son la causa de toda esta angustia. En cualquier caso, estamos muy lejos de un metafórico suicidio galante por amor.
Si tanta desesperación hubiera sido efectivamente suscitada por el temor de la muerte que se acerca, en una edad como la de Petrarca, una edad en la que, para un autor cristiano, la muerte puede ser solamente un pasaje desde una vida transitoria a otra vida eterna, si para un autor cristiano el pensamiento de la muerte pudiera llevarlo por sí mismo al suicidio, entonces sería ya de por sí un hecho bastante conmovedor, porque la ortodoxia moral reclama que no sea la muerte la causa del miedo, sino la espera del juicio, y entonces sería la condena eterna y no la muerte, aquello que produciría la angustia.
Pero si nosotros avanzamos más allá de los dos primeros versos del soneto, la primera impresión, esto es, que sea el miedo de la muerte sustancialmente el que genera la crisis, se diluye un poco, porque los dos versos sucesivos nos presentan aquella vida de la que los primeros versos parecían lamentar la fugacidad y la brevedad, y nos la presentan como un valor del que se teme la pérdida, como una fuente de esfuerzos, de sufrimientos presentes pasados y futuros: “ et le cose presenti, et le pasate/ mi dànno guerra, et le future anchora” ("Y las cosas presentes, y las pasadas/ me son hostiles, y las futuras también").
A continuación en el segundo cuarteto, encontramos que la idea de la negatividad de la vida es ulteriormente confirmada: los recuerdos son angustiantes. Generan pena. Como las expectativas, los recuerdos son dolorosos porque presentan en la memoria momentos dulces del pasado que eventualmente se perdieron; “s’alcun dolce mai/ ebbe ‘l cor tristo” , las expectativas anticipan un futuro carente de esperanzas. Poco después, en los tercetos, encontramos una larga y elaborada metáfora de la vida que se presenta como una nave que viaja por el mar. Es una metáfora cuanto menos tradicional y previsible, con una larguísima historia tras sus espaldas. Esta metáfora, podríamos decir hasta obvia, es utilizada para señalar hasta qué punto está lleno de peligros y de trampas el futuro que le espera. I venti sono agitati, la tempesta è persino nel porto, veggio Fortuna in porto, persino dentro al porto (“Los vientos están agitados, la tempestad llegó hasta el puerto, veo a Fortuna en el puerto, hasta dentro del puerto”). “Fortuna” es un término latino, que significa “la tempestad”.
El poeta está desprovisto de los instrumentos que pudieran ayudarlo a afrontar los peligros que amenazan su vida. El conductor que hubiera debido guiar la nave, - esto es, la racionalidad-, está cansado, y las virtudes donde hubiera debido apoyarse, el mástil y las cuerdas, “et rotte arbore et sarte”, hasta han sido cortadas.
Por lo tanto la clasificación de soneto moral que el texto parecía habilitar desde un principio, se diluye cuando llegamos al final del texto. En ningún momento esta descripción desolada de una vida carente de esperanza se presenta como algo parecido a un sentimiento de culpabilidad o de arrepentimiento. Incluso el miedo del más allá, opera en este lugar solamente en negativo, no es un estímulo para conseguir la vida futura sino que aparece presentado como un elemento inhibitorio que induce a conservar la vida actual.
Entonces, frente a los motivos que tornan tan incierto, peligroso, y casi desesperante el resultado de esta navegación que es la vida del “yo”, el último verso presenta en cambio la circunstancia de que los ojos de la amada, que guiaban esta nave como las estrellas guían la navegación, han sido apagados por la muerte. Por lo tanto, esta mención de los ojos apagados ¿es suficiente para construir un soneto amoroso?
Ustedes saben que según la retórica el enunciado que ocupa la posición final tiene un valor privilegiado. Sin embargo, al leer el soneto, la sucesión de imágenes no parece ordenada en función de su intensidad. Es decir: la muerte de la amada es uno de los peligros que acechan a la navegación, pero no se dice que sea el peligro más grave. Por otro lado, ¿de qué debe salvarse esta navegación?, y ¿qué acontecimiento, qué trauma, qué sentimiento la motivaron? Ya dijimos que leyendo el texto literalmente no podemos identificar ninguna causa, no hay un acontecimiento, un trauma desencadenante. Ni siquiera la muerte de la amada parece constituirse como tal. El soneto afirma insistentemente que una capa de negatividad recubre la vida de este sujeto, tanto sobre la vida presente como sobre la pasada e incluso sobre la futura. Pero es una negatividad que no se especifica ni está justificada, y que se presenta incluso como la condición normal de su vida.
Pero si el contenido del texto no nos revela la causa, quizá algo nos pueda decir su estilo. Aunque sin detenerme en ello, en mi lectura subrayé la cesuras de los versos que están divididos con una fuerte pausa central :
“La vita fugge, e non si arresta un hora/ et le cose presenti et le passate/ et ‘l rimembrar et l’'aspettar m'accora. Or quinci, or quindi sí che 'n veritate” Este ritmo fuertemente escandido resulta monótono. Esta monotonía se ve reforzada por una figura retórica que por sí misma resulta banal pero que se torna significativa por la cantidad de veces que aparece: la coordinación, es decir, el repetirse de la conjugación “y”: "E non s'arresta, e la morte, e le cose, e le passate, e le future, e le rimembranze, e l'aspettar, e poi, e stanco, e rompe, e i lumi bei."
Por lo general estas conjunciones están en una posición anáfórica, abriendo el verso. También podemos encontrar en esa misma posición otras palabras; es particularmente fuerte la apertura del último terceto “veggio al mio navigar turbati i vènti”, que retoma el último verso del anterior, “veggio fortuna in porto, et stanco omai”.
Una última observación que sigue la huella de las anteriores: la presencia de duplas de elementos verbales caracterizados por su contigüidad y por tener valores semánticos contrarios: “fugge, et non s'arresta”, “presenti et le passate”, “'l rimembrare et l'aspettar”, “or quinci or quindi”. ¿Por qué señalo esto? Si hacen una lectura del soneto teniendo en cuenta todos estos elementos el resultado será una sensación bastante tangible: un ritmo lento, pausado, monótono, que, como decía antes, parece remitir a una suerte de idea fija que obliga al que habla a repetir siempre lo mismo. Me parece que este paso regular, incluso un poco rígido, termina por delinear una patología. Hoy nosotros la llamaríamos depresión. Petrarca, que no contaba con categorías psicológicas, tomaba sus categorías de la filosofía y de la ética. Para él este estado melancólico de la conciencia, que se traduce en la incapacidad de vivir y actuar y en la incapacidad de mirar hacia el futuro con la esperanza que tiene que tener un creyente, era un vicio, una enfermedad moralmente pecaminosa, un pecado. Lo llamaba acidia. En una carta de la vejez da una definición tajante: dice que la acidia es una tristeza de la cual no es posible indicar con certeza las causas. A lo largo de su obra Petrarca habla más de una vez sobre la acidia. Por ejemplo, en el diálogo en latín el Secretum, que constituye un autoanálisis. En este diálogo se le dedican varias páginas a la acidia: Agustinus (san Agustín) habla con Franciscus, que es la contrafigura del mismo Petrarca, y lo provoca diciendo: “sei in predda di una tremenda malattia dello spirito che i moderni chiamano accidia e gli antichi egretudo”(“Habet te funesta quedam pestis animi, quam accidiam moderni, veteres egritudinem dixerunt”. Tomado de Petrarca, Francesco, Prose, al cuidado de Enrico Carrara, Riccardo Ricciardi Editore, Milano- Napoli, 1955, pág. 106. Traducción: “Te domina una funesta enfermedad del espíritu: los modernos la llamaban acidia, los antiguos aegritudo.” Tomado de Francesco Petrarca, Obras, al cuidado de Francisco Rico, Alfaguara, Madrid, 1978, trad. de Carlos Yarza, pág. 85. Francesco lo admite e ilustra este cuadro psicológico que el conocía muy bien:

“...in hac autem tristitia et aspera et misera et horrenda omnia, apertaque semper ad desperatione, via et quicquid infelices animas urget in interitum.
Ad hec, et reliquearum passionum ut crebos sic breves et momentaneos experior insultusa, hec autem pestis tam teneaciter me arripit interdum, ut integros dies noctesque illigatum torqueat, quod mihi tempus non lucis aut vite, sed tartaree noctis et acerbissime mortis instar est.”

Traducción: “ ... en esta otra tristeza, sólo hay rigidez y miseria y horror: es camino siempre abierto al desespero, a cuanto empuja hasta la destrucción a las almas infelices. Junto a ello, minetras las demás pasiones arremeten contra mí tan frecuentes como breves y pasajeras, esta dolencia me ataca a veces cpmtal tenacidad que me tortura y me liga días y noches enteros- y ése no es tiempo de luz ni de vida, sino de noche infernal y amarguísima muerte.” Op. Cit., pág. 85-86

Esta imposibilidad del que sufre de acidia de aferrarse a las cosas presentes es el núcleo del diálogo: Agostino le pregunta a Francesco “Dic ergo: quid in primis tibi molestum putas?. Francesco responde “Quicquid primum video, quicquid audio, quicquid sentio.” . “Pape! Nil ne tibi placet ex omnibus?”, “Aut nichil aut perpauca quidem.”. La conclusión de Agostino es “Totum est hoc eius quam dixi accidie. Tua omnia tibi displicent.”

Traducción:
Ag. Di pues, ¿qué ocupa el primer puesto entre tus penas?
Fr. Todo cuanto veo, oigo y siento primero.
Ag. ¿Cómo, no te gusta absolutamente nada?
Fr. Nada o casi nada.
Ag. ¿Si por lo menos te complace lo más saludable! Pero, ¿ y qué es lo que más te desagrada? Respóndeme , por favor.
Fr. Ya lo he hecho.
Ag. Justamente esto es lo habitual en lo que llamé acidia: todo lo tuyo te disgusta.” Op. Cit, pág. 87.

La revolución copernicana de Petrarca conduce a esto, a la exploración de las profundidades de la psique, de los males del alma, de las vacilaciones que se abren incluso ante la vida futura. Repito: Petrarca no contaba con categorías de análisis psicológicas sino que usaba categorías de la filosofía moral. Sin embargo, el asumir la culpa, es decir, el hacer cristianamente del sentimiento amoroso un pecado, fue el paso necesario para que la poesía pudiera egresar del territorio de las apariencias codificadas de la vida social y comience a ahondar en el reino oscuro de la subjetividad. En otras palabras: yo creo que es posible afirmar que en el origen del laicismo de Petrarca hay una religiosidad lacerante y que a su modo también Petrarca era un realista, también para él la literatura era un instrumento de conocimiento.
A pesar de haber llegado a esta conclusión no he respondido aún a la pregunta que planteamos casi al principio de la charla: ¿cuáles son los motivos que hacen de este soneto, a pesar de todo, un soneto de amor? Habíamos visto que la muerte de la mujer es uno de los motivos que tanto desesperan al sujeto. El texto parece sugerir que si ahora fuese guiado por los ojos de la amada podría escapar a la tormenta. Pero dice también que la tormenta arrecia incluso dentro del puerto, y por lo tanto tampoco esos ojos que son como estrellas para los navegantes hubiesen podido indicarle la vía de la salvación. Este último verso no parecería ser más que un homenaje a los módulos de la poesía amatoria, una suerte de residuo de una costumbre, o una metáfora ya desgastada y vacía frente a tanta negatividad. Sin embargo, esto es lo que se deduce de una lectura del soneto aislado, que es lo que hemos hecho. Si en cambio, lo leemos teniendo en cuenta el contexto, o sea, los otros poemas de Petrarca, la interpretación puede complejizarse e incluso cambiar porque los otros poemas de Petrarca nos hacen saber que Laura y el amor, la pasión suscitada por Laura, desde el punto de vista ideológico, no son aliados del guía, de esos instrumentos del mar de los cuales se lamenta que estén agotados y destruidos. En todo caso el discurso es exactamente el contrario: al sujeto de este soneto le parece que la vida no tiene un futuro porque el lugar del conductor que le correspondería a la razón lo ocupó la irracionalidad. Pero el Canzoniere enseña que el amor es justamente una de las grandes pasiones enemigas de la racionalidad. Por lo cual sostener, como sostiene el soneto, que el mástil, las velas, las cuerdas y hasta las “hermosas luces”, los ojos de Laura, colaboran como medios de salvación es un verdadero-falso ideológico. Lo que en la lectura del soneto por separado veíamos como un homenaje insignificante en una lectura contextualizada nos arroja una contradicción: el soneto está enteramente dominado por la incapacidad de identificar con precisión las razones del mal, de revelarlas, lo atraviesa un filón irracional, pero cuando se llega al núcleo, el soneto se concluye con una afirmación que, aunque manifiestamente irracional, es una afirmación vital, que resquebraja un texto dominado por la inercia, la pereza, por el agobio de vivir. Es una afirmación a través de la cual pasa un soplo de vitalidad, como si el poeta nos dijera que esos ojos, a pesar de todo lo que había escrito y pensado sobre la pasión, hubieran podido salvarlo.

Sebastián Carricaberry y Florencia Fossati

La construcción de Laura en el Canzoniere
La unidad del Canzoniere constituida por la vinculación de las composiciones a través de un tema en común –la relación del poeta con Laura y su reflexión constante sobre este vínculo- muchas veces comentada por la crítica, se ve confrontada por la condición de fragmentariedad del Canzoniere explícita el título y dada por el “vario stile”, o sea, la utilización de distintas formas y tradiciones líricas para la composición de un conjunto de “rerum vulgarium” (1). Pero Petrarca era un escritor ideológicamente medieval, admirador a regañadientes de Dante y discípulo fiel de San Agustín: como tal necesitaba dar unidad a su obra, aunque fueran cosas vulgares, insignificantes. No se puede pensar en el texto medieval con el concepto de fragmentariedad que hoy utilizamos. La innovación que introduce Petrarca, que es una de las marcas de su modernidad, es aplicar esa idea unitaria a una serie de fragmentos: no es un poema épico como la Eneida, ni un poema moral en cantos como la Divina Comedia, ni un libro de Confesiones como el de San Agustín, ni una hagiografía, ni un roman caballeresco de Chretien de Troyes, ni ninguna otra forma textual medieval (dejando de lado, claro está, lo que a nosotros nos llegó incompleto o fragmentado por eventualidades históricas, como el Cid o el Libro de Buen Amor, o unido por la crítica, como los fabliaux o los romances hispanos). El Canzoniere es, en este sentido, la unidad de los fragmentos, es la cohesión de distintas tradiciones, formas métricas, etc. en un unicuum narrativo y reflexivo.
El conjunto de fragmentos que componen el Canzoniere no constituyen, por lo tanto, una mera acumulación sino que Petrarca se ocupó de ordenarlo según un criterio que no responde al orden cronológico de la composición, más bien arma un sentido. Es así que se puede leer en el Canzoniere la narración de una historia de amor de características sumamente modernas: es la representación de la conciencia del enamorado sujeto a las alternancias de la afección pasional. El Canzoniere asume, entonces, la forma de un discurrir amoroso que, como tal, no cesa de fluir pero no tiene un ordenamiento predeterminado, es una tensión en principio irresoluble pero que busca un desenlace. La dinámica discursiva puede ser descripta a través de la definición que da Barthes de la locuela: un “flujo de palabras a través del cual el sujeto argumenta incansablemente en su cabeza los efectos de una herida o las consecuencias de una conducta” (Roland Barthes, Fragmento de un discurso amoroso). La narración está constituida por una reflexión constante sobre los acontecimientos –que en rigor son muy pocos y, como sujeto enamorado que es, el protagonista magnifica- en la que podemos distinguir un movimiento doble: por un lado intenta resolver la situación buscando distintas salidas a la afección pasional a la que está sujeto: otras mujeres (21: Et se di lui fors'altra donna spera,/vive in speranza debile et fallace), el suicidio (36: S’io credesse per morte essere scarco/ del pensiero amoroso che m’aterra,/ colle mie mani avrei già posto in terra/ queste membra noiose, et quello incarco) o el deseo de la muerte de la amada (60: Né poeta ne colga mai, né Giove/la privilegi, et al Sol venga in ira,/tal che si secchi ogni sua foglia verde). Ninguna resulta eficaz y el enamorado queda inscripto en un movimiento errático que, como toda conducta erótica, implica un desgaste gratuito en un proceso en el que un movimiento anula al otro (54: mosse una pellegrina il mio cor vano[…] et rimirando intorno,/vidi assai periglioso il mio vïaggio;//et tornai indietro quasi a mezzo 'l giorno.). Por otro lado ese movimiento es un movimiento típico de enamorado: es un intento de reconstruir un pasado, en particular el instante inicial del rapto en el que quedó fascinado por la figura de Laura, el “dolce tempo de la prima etade,/che nascer vide et anchor quasi in herba/la fera voglia che per mio mal crebbe”.
Como afirma Barthes, para que ese rapto se produzca es necesario un señuelo que lo desencadene pero también una disposición, que el enamorado desee caer enamorado para que el señuelo se constituya en objeto de deseo. En consecuencia se puede considerar a Laura como la condensación de ese deseo del poeta. Esa argumentación incansable que ocupa el tiempo amoroso se transforma, entonces, en una cifra de ese deseo que no es homogéneo: Laura es una figura múltiple que no representa lo mismo para el enamorado a lo largo del Canzoniere. En primer lugar es indudable que el vínculo con Laura es de naturaleza erótica, hay una tensión hacia ella que es de carácter enteramente corporal en la medida en que es sostenida por esa presencia intermitente y esquiva (que, cómo se verá, culmina con la muerte). En este aspecto, el lazo con Laura es doble: es el objeto de deseo, representa la posibilidad de una plenitud que resulta impracticable, por lo cual es también un paliativo al mismo deseo que desencadenó. Sin embargo, cada reencuentro con Laura le arroja una insatisfacción que potencia el deseo (169: et veggiola passar sí dolce et ria/ che l’alma trema per levarsi a volo) dado que lo que pretende es repetir esa instancia inicial en la que accedió a una plenitud en la que Laura se constituyó como objeto de deseo pero que permanece al margen del alcance del intelecto. Esto también es visible en la canción 37.
El interrogante que se abre es qué es lo que hace a Laura un objeto de deseo. Físicamente Laura tiene los rasgos de la mujer amada típica de la tradición literaria de amor. En el soneto 12 hay un resumen de esos rasgos: occhi, cape´d´oro, viso, ghirlande, panni (todos aparecen como aquello que con el tiempo se pierde). Pero esto no es lo que la distingue “fral´alter donne”, lo que hace crecer “´l desio che m´innamora” y venir “l´amoroso pensero”, en el soneto 13. La belleza de Laura reside en una Gracia divina que, como afirma Bataille, disipa “la pesadez natural que recuerda el uso material de los miembros” (George Bataille, El erotismo, "La belleza") distinguiéndola de los otros hombres (37: Le vite son sí corte,/sí gravi i corpi et frali/degli uomini mortali,/che quando io mi ritrovo dal bel viso/cotanto esser diviso,/col desio non possendo mover l'ali,/poco m'avanza del conforto usato) y la vuelve inalcanzable por la liviandad que la caracteriza (6: et de' lacci d'Amor leggiera et sciolta/vola dinanzi al lento correr mio). En tanto poseedora de esta Gracia Laura es también Beatriz, es decir, quien garantizaría la beatitud. Entonces emerge el aspecto medieval del deseo del poeta: el vínculo con Laura adquiere también las características del itinerario a Dios, se transforma en un modo de acceder a la salvación que parece concretarse a través de los mismos movimientos del enamorado. El momento iniciatico del deseo que constituía un objeto privilegiado de la reflexión se transforma en una instancia en la que se produce una revelación epifánica, la visión de Laura abre “l'amoroso camin che gli conduce/al dolce porto de la lor salute” (14) a la que se accede sólo a través de los sentidos (73: quel ch'i' sento ov'occhio altrui non giugne). Pero, como dijimos, esa instancia está desplazada a un momento arcaico en el que la mente se ve obnubilada (88: vorreimi a miglior tempo esser accorto,/per fuggir dietro piú che di galoppo). Todo el trabajo de escritura consiste en el intento de reconstruir esa instancia a través de la razón en el que se intenta concebir esa Gracia en tanto Verdad. Este intento no tiene una linealidad escalonada sino que está imbricado en el devenir amoroso estableciendo un juego dialéctico con él en la medida en que si lo que desencadena ambos derroteros es la misma figura, progresivamente los dos aspectos del deseo se van excluyendo.

Esa amalgama es lo que constituye la problemática central del Canzoniere: la instancia del rapto en la que se inicia el deseo y la de la revelación a partir de la cual se le impone el compromiso de escribir se superponen. Se produce una transitoria confusión entre la salvación y la satisfacción (imposible) de su deseo. El enamorado emprende, entonces, una búsqueda de los rastros que la amada dejó en todos aquellos lugares con los que entró en contacto como si esa huella pudiera aportarle un resabio a partir del cual reconstruir esa plenitud a la que accedió. Pero la sacralidad de esos lugares se termina transformando en una maldición: sólo aportan una desilusión. Entonces la compulsión hacia Laura que desencadena el deseo se vuelve, al menos en un principio, una sustracción a la “vía de salir al ciel” (68) y habla de regresar al “vero splendor” (70), en contraste con el de Laura que lo afecta pero del que debe sobreponerse. Entonces comienza un proceso de discriminación de los dos aspectos que están fundidos en Laura para lograr la representación de esa Gracia al margen de sus atributos físicos. Se puede percibir esta separación si contrastamos los sonetos 20 y 45: mientras que en el primero narra los repetidos intentos fallidos de captar esa belleza inasible, en el segundo se aclara que la imagen de Laura reflejada en el espejo, aunque tenga todos los atributos de físicos, no enamora. Esto se retoma como problemática artística en el soneto 77 y 78 donde la representación pictórica de Laura tampoco resulta efectiva. El problema entonces es su presencia: en la medida en que está encarnada en un cuerpo sigue ejerciendo un efecto desestabilizador. Sólo con su muerte puede resolverse porque lo que “salva” al poeta no es Laura como amada literaria (porque termina aceptando su muerte y rompe lazos con ella y con Amor), ni como portadora de la Gracia divina (porque no es la que lo lleva ante la Virgen, su última interlocutora), sino como eso mismo que lo atormenta: Laura como el laurel, o sea, la reflexión sobre Amor y la escritura (l’amoroso vivere) que lo conduce hacia la salvación a través de un entendimiento intelectual de la Verdad.
A partir de su muerte, la figura de Laura sufre una progresiva transformación en símbolo, es decir, en algo únicamente inteligible. Cuando se pierde le dato sensitivo (con la muerte) se suspende la tensión que su figura desencadenaba a partir de su contemplación (275: Occhi miei, oscurato è 'l nostro sole;/anzi è salito al cielo, et ivi splende). A partir de entonces la posibilidad de una salvación deja progresivamente de estar ligada a la unión con Laura - aunque momentáneamente permanece condicionada por su contemplación (309: beati gli occhi che la vider viva) - para conectarse con una reflexión llena de oscilaciones pero que va conceptualizando ese discurrir amoroso en el que estaba inmerso en la sucesión de fragmentos que lo conforman, retomando nudos problemáticos que progresivamente va clausurando.
Entonces, el gesto desdeñoso de la amada deja de ser un obstáculo y se vuelve benevolente porque es lo que evita que se pierda definitivamente. En un primer momento su muerte significa el cuestionamiento de la capacidad de Laura de guiarlo a Dios (306: Quel sol che mi mostrava il camin destro/di gire al ciel con glorïosi passi,/tornando al sommo Sole, in pochi sassi/chiuse 'l mio lume e 'l suo carcer terrestro) y por lo tanto una condena a la terrenalidad ante lo cual Petrarca pretende conservar en la memoria "rastros" de Laura (330: Quel vago, dolce, caro, honesto sguardo/dir parea: - To' di me quel che tu pôi,/ché mai piú qui non mi vedrai da poi), pero al mismo tiempo se sigue manteniendo la esperanza de que, llegado el momento, pueda cumplir ese rol (333: Piacciale al mio passar esser acorta,/ ch’è presso omai: siami a l’incontro, et quale/ ella è nel cielo a sè mi tiri et chiame). En un segundo momento la figura de Laura se vuelve nociva (329: Or conosco i miei danni, or mi risento […]ma 'nnanzi agli occhi m'era post'un velo/che mi fea non veder quel ch'i' vedea,/per far mia vita súbito piú trista ) y le reprocha a su intelecto haberse dejado encandilar por el resplandor de esa figura que ahora aparece fugaz y perecedera (363: Morte à spento quel sol ch’abagliar suolmi,/ e’ n tenebre son li occhi interi et saldi;/ terra è quella ond’io ebbi et freddi et caldi;/ spenti son i miei lauri, or querce et olmi) y que antes resultaba firme y duradera (325: Muri eran d'alabastro, e 'l tetto d'oro,/d'avorio uscio, et fenestre di zaffiro). Sucesivamente la figura de Laura deja también de consolarlo (358: Non è chi ... i miei penser ... gli emplia di speme, et di duol colmi). Y, hacia el final del Canzoniere, se plantea una separación que echa por tierra todo intento de convertir a Laura en la próxima Beatriz.
Para entender esto es necesario ver los últimos poemas y buscar los nudos conflictivos. El primero de ellos, el que delata un cambio radical en la conciencia del poeta, es el que abarca las composiciones 344 a 346: en el primero la voz poética no encuentra consuelo en la condición beata de su amada, en el segundo se arrepiente de haber dicho eso y termina de afirmar su arrepentimiento con una imagen paradisíaca que incluye a Laura entre las almas bendecidas en el tercero. El siguiente nudo, y el último de la vida amorosa que había llevado hasta ese momento, está en el poema 359, en el cual el poeta describe un sueño donde Laura toma forma humana para consolarlo, reprobar su llanto y explicarle que su amor terreno no tiene sentido en el cielo. El siguiente poema, la bisagra entre la vita amorosa y el arrepentimiento puro, relata la disputa que Amor y el poeta llevan ante la razón, las acusaciones cruzadas y la no resolución por parte de la jueza. Pero es inevitable reconocer que la misma víctima decide ajusticiar por mano propia y cortar todo lazo que lo seguía vinculando a su Señor y su dulce enemiga. Este proceso es evidente en las composiciones ubicadas entre el juicio y la plegara a la Virgen: hay una paulatina desaparición de Laura y de Amor, y en su lugar aparece la gigante y paternal figura de Dios (365: Tu che vedi i miei mali indegni et empi,/ Re del cielo invisibile immortale). El poeta se encuentra más solo que nunca, arrepentido y triste por haber perdido su vida tras un vano y terrenal amor (sentimientos que recuerdan al primer soneto). Ante la Virgen, la verdadera amada que tendría que haber cantado, sin la compañía de Laura, expone su sentido de culpa, su condición de víctima ante Amor y la verdad que descubrió al final: que Laura sólo era belleza mortal, “Medusa”, “poca tierra” que sólo le dio dolor y llanto. En ese último momento de verdad sólo puede pensar en una cosa: en la salvación de su alma.
Pero se presenta una paradoja: en la búsqueda de la consagración como poeta, de la fama, no podía sino amar a Laura, y ella no podía sino morir. En las palabras de Amor: salito in qualche fama/ solo per me, che 'l suo intellecto alzai/ ov'alzato per sé non fôra mai.
El poeta rechaza la vita amorosa por considerarla un error, pero, a través de Amor, reconoce que fue lo que le permitió acceder no sólo a su deseo más buscado, sino también al reconocimiento de ese error a través de la epifanía y del razonar en el proceso de la escritura cerrado gracias a la muerte de Laura y a la imposibilidad de que lo pueda guiar hacia Dios. Él dice que el arrepentimiento es lo único que le queda después de haber abandonado la vida de Amor. No se eleva, no en el Cancionero por lo menos, donde termina siendo un penitente, muy humano y muy vivo (uom sí basso) como para poder mirar hacia atrás con admiración el efecto del camino que recorrió, la gloria terrena, sin caer en el pecado de la soberbia. O sea, necesita del arrepentimiento como hombre medieval que es, porque eligió cantarle a otra mujer que no era la Virgen, y la que eligió ni siquiera pudo guiarlo hasta Ella. El gesto final que lo condena como amante y lo consagra como poeta es el ofrecimiento a la Virgen de "pensieri e 'ngegno et stile, / la lingua e 'l cor, le lagrime e i sospiri": todo eso que antes le había ofrecido a Laura.